Una maravillosa locura. Y con mucha emoción. Esa es la definición de mi primer Sant Jordi.
Mi viaje empezó el mismo lunes, o puede que la noche anterior, con esos nervios típicos que no dejan dormir bien. Cogí el avión en Granada, a una hora de Jaén, a las 9.30 de la mañana, así que a las 6.00 arriba y lista para la aventura. En una hora y media me planté en Barcelona. Todo iba tan rápido que casi no me lo podía creer.
¿Cómo explicar lo que significaba estar ahí? Como escritora, y más como enamorada de los libros, el mayor sueño es estar en Sant Jordi, la meca de la literatura en ese día donde la palabra escrita cobra su mayor protagonismo. Libros, rosas y buen ambiente. El paraíso en la tierra. Y aún más si se vive desde el otro lado de la barrera, como autora de una novela.
No mentiré, ver “Sant Jordi” junto a “Enara de la Peña” ya era todo un logro para mí. La típica tontería con la que se sueña cuando eres niña, esa aventura que crees que no llegará, porque una va creciendo y descubre que la realidad es mucho más compleja de lo que se había imaginado. Sin embargo, ahí estaba, con una sonrisa bobalicona recorriendo la terminal 1 del Prat (y buscando la “sortida” como una idiota, sin éxito).
Al principio todo parecía que iba bien. Sobreviví al vuelo, llegué a mi hora, encontré la maldita salida y ya estaba montada en el autobús, directa del aeropuerto al centro de la ciudad. Pero claro, algo se tenía que torcer.
He de comentar que yo me había vestido monísima, con un vestido y botines de tacón (no muy alto, pero tacón, al fin y al cabo). Cuando llegué a la Plaza de Cataluña la cantidad de gente que había era una locura. ¡Cómo podía haber libros para tantísimas personas! Pues los había. Vislumbré los primeros puestos de editoriales y librerías y ahí que fui, directa de cabeza. En mi mente el mapa hacia Escarlata Ediciones era claro. “Recto hasta el final y luego girar a la derecha”. Bueno, pues mi GPS mental era una mierda.
Sabía que tardaría unos 20 minutos. Así que fui a buen ritmo, pues eran pasadas las doce del mediodía y solo estaría en Barcelona hasta las seis. Las mesas con libros estaban por doquier, las rosas y las flores amarillas también (el politiqueo no podía desaparecer en una cita tan importante para la ciudad…). Yo seguí y seguí hasta el final de La Rambla, tan feliz. Pero al llegar al final solo veo agua. O sea, una carretera y, después, un río o el mar o lo que sea. Agua. Eso no me sonaba en el mapa mental. Oh, sorpresa, llevaba media hora caminando en sentido contrario. Así que ahora tocaba dar la vuelta y transformar esos 30 minutos en una hora. ¡Ja!
Por fortuna encontré una boca de metro, saqué billete como si llevara haciéndolo toda mi vida (recordemos que vivo en una ciudad de poco más de cien mil habitantes, con un tranvía “muerto”) y enseguida me planté en Diagonal. ¡Magia! Ahora tocaba el turno de los sentimientos desbocados.
A Scarlett de Pablo, mi editora, la reconocí enseguida, pues al menos habíamos mantenido conversaciones por Skype. Así que me lancé a por ella para achucharla. También estaban María Viqueira y Lorena Pacheco, junto con Marta Peña (a ella no la reconocí, ¡vergüenza sobre mi vaca!). Apenas me dejaron abrazarlas porque lo primero que hicieron fue darme mi recién estrenado libro, “El lamento de los abedules”.
Y bueno, llegó el momento de llorar. Porque era precioso. No solo la portada y la contra, que ya lo había visto en web; por dentro era y es… asdfasdfasdfasda. Así que sí, se me escaparon las lágrimas y lo contagié y nos abrazamos y lloramos un poco más con algún chillido de emoción.
Tan solo por ese instante, por ese segundo de tener mi nueva novela entre mis manos, junto con mis compañeras de editorial y con Scarlett tan cerquita, mereció la pena realizar tantos kilómetros, el madrugón y la mala noche. Fue EL MOMENTO. Y sí, está grabado.
Después vino la normalidad, aunque fue una “inquietante normalidad”. Es decir, ¡es una locura! No nos habíamos visto nunca, solo nos escribimos whatsapp, nos contestamos por Facebook y Twitter y todas esas redes digitales, pero en cuanto nos sentamos y nos pusimos a hablar no podíamos parar. Era como si nos conociéramos de siempre, como si hasta entonces no hubiéramos tenido una pantalla de por medio. Así que sí, una maravilla. Ojalá os tenga así de cerca más a menudo.
¡Era hora de vender! Admiré a mi nuevo pequeñín, lo toqué, me los entregaron para firmar y para que se los llevaran a sus nuevos hogares. Poco a poco “El lamento de los abedules” se estaba dando a conocer. Según llegaba gente nos repartíamos los roles las compis de Escarlata que estábamos ahí. También vino Mimi Alonso y Gema Bonín. ¡Con Gema tuvimos hasta cola! Y unos fans súper amables y entregados. Lore también tuvo a sus fans, que le trajeron una adorable ovejita negra y más cosillas. En serio, lectores, sois geniales.
Ese día comimos tarde, pero el hambre no afeaba nuestras sonrisas. Bueno, un poco sí, pero porque éramos capaces de empezar a zamparnos la mesa del puesto en cualquier momento, si hacía falta.
No sé cómo hablamos de mil chorradas, de que Peeta es demasiado bueno para Katniss, de accidentes con fuego, del sexo de las hormigas y de los memes de murcianos que ignoramos. Lore no se llevó bolígrafo para firmar, Scarlett se pasó el día haciendo cálculos mentales, Marta luciendo su precioso acento gallego cuando no se daba cuenta y María aprendió a hacer venta personal con sutileza, o algo así. Mimi fue puro amor con sus padres y Gema llegó, se sentó y firmó hasta el fin de los días (¡trajo sus propias pegatinas para las dedicatorias!).
Eso fue lo que mis ojos vieron. A las seis en punto ya estaba cruzando la acera para coger un taxi de vuelta al aeropuerto. Un último abrazo fuerte a mi jefa, mi editora, amiga y genial persona, Scarlett, y de regreso al avión. El taxista habló de independentismo, de Uber, de Ada Colau y de su cuñado de Torredonjimeno (un pueblo de Jaén), tal vez por eso llegamos tan rápido al Prat.
Aterricé en Granada con media hora de atraso y ganas de vomitar (¡maldito piloto y sus prisas!), reventada y con todo el cuerpo dolorido (recordemos mis preciosos tacones), pero con una ENORME sonrisa. Mi marido me abrazó como si llevara una semana sin verme y todo era pura felicidad. Cualquiera diría que apenas tenía un par de horas de sueño acumuladas.
Volví a casa con una bolsa llena de los libros de mis compañeras de editorial, con sus cariñosas dedicatorias que guardaré para siempre, como esos momentos de mi primer Sant Jordi que, espero, sea el comienzo de muchos más.
No puedo acabar la crónica sin dar las gracias. Gracias a mis compañeras de editorial, a las que he llegado a considerar familia. Estar en Escarlata es una de las mejores cosas que me han pasado, de la que me siento orgullosa a la par que agradecida, porque todas sabemos lo cruel que es el mundo ahí fuera y aquí nos tratan con amor y respeto, tanto a nosotras como a nuestros libros. Y eso es una jodida maravilla. Punto.
Os adoro, equipo, sé que lo he dicho muchas veces y lo seguiré repitiendo, porque con vosotras hasta parece que ser escritora y luchar por tus novelas es una tarea sencilla, divertida y emocionante.
La próxima tenemos que estar más rato juntas. Os debo una cerveza, o dos. Ahora toca ahorrar para el año siguiente. ¡Y no pienso llorar! Aunque bueno, no prometo nada…
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